La crisis de los contratos de arrendamiento

Colombia tiene la fortuna de ser un país con gran número de propietarios de finca raíz, junto con una inmensa cantidad de arrendatarios de vivienda y comercio, quienes mayoritariamente hacen parte de la frágil pero esencial clase media, fiel indicador de estabilidad y progreso de una sociedad. El aislamiento obligatorio y su consecuente inactividad económica, deja a las personas improductivas y sin recursos para cumplir con este tipo de obligaciones y peor aún, está lejos el momento de la reactivación plena y menos de la normalización de los mercados, pues hasta ahora se planean nuevas dinámicas sostenibles y saludables para sus actores, aprendiendo lecciones durante la marcha.

El gobierno nacional planteó salvar los contratos de arrendamiento durante la emergencia y expidió con tardanza el Decreto 579 de 2020, prohibiendo los desalojos, los intereses moratorios, las penalidades, los aumentos del valor del canon temporalmente hasta el 30 de junio y promovió sus renovaciones, junto con otras medidas, resaltando la libertad contractual e invitando a las partes a concertar soluciones directas, pudiendo pactar intereses a tasas limitadas sobre saldos diferidos. Pero no advirtió que la contracción de la economía llevaría a la terminación de muchos de estos contratos y es poco lo que se puede rescatar del decreto ante esta situación. A pesar de no decirlo expresamente, reconoce que hay un evento de fuerza mayor, pues era previsible que entraríamos en crisis y que sus efectos serían irresistibles, superando la voluntad y el alcance para cumplir con las obligaciones adquiridas, siendo una causal válida para eximir a las partes de responsabilidades.

 

Ante la fragilidad de estos contratos, el arrendador es quien puede llevar la peor parte. Si bien no se desconoce la dificultad para el inquilino de encontrar otro inmueble más barato, donde poco o nada se le pida de garantías ni depósitos, para la otra parte es más doloroso, perder a su inquilino implica que seguramente el inmueble no volverá a ser rentado en un largo período de tiempo y, en caso de lograrlo, no pactará un canon igual al que venía recibiendo; tampoco podrá hacer efectiva la cláusula penal, pues esta situación no puede ser vista como de incumplimiento injustificado del arrendatario.

Para agravar los males, ya se ha visto la respuesta de algunas aseguradoras que, con postura odiosa y basándose en la citada causal de fuerza mayor, han afirmado que no harán efectivas sus pólizas de arrendamiento, desamparando al arrendador y obligándole a asumir sólo los perjuicios de la inusitada terminación; desafortunada posición que vulnera la confianza del público y la efectividad de la figura a largo plazo.

Para buscar soluciones, hay que comprender la mecánica de cada figura contractual, con la premisa de que las medidas a tomar irán más allá de los periodos de emergencia económica y sanitaria. Frente al arrendamiento de vivienda, este presenta menores riesgos: además de la especial protección legal, el inquilino ve más urgente que nunca su necesidad de preservar su hogar y acudirá a sus ahorros o primeros ingresos para honrar el pago del canon, sin perjuicio de acudir a la adopción de medidas con el arrendador que les haga llevadero el contrato.

Los contratos de arrendamiento comercial son más débiles y por lo tanto complejos de solucionar, pues los dineros con los que se paga el canon provienen directamente de la explotación del inmueble, lo que obliga a las partes a ser más recursivas y a su vez condescendientes, considerando el carácter primordial de la actividad allí desarrollada, puede partirse de la suspensión total del contrato, pasando por condonar cánones de arrendamiento, bajar tarifas, diferir algunos pagos, intercambiar servicios, o cualquier otra medida consensuada.

No se pueden descuidar tres aspectos: que ambas partes deben asumir el perjuicio de falta de uso del inmueble de la manera más equitativa posible; a mayor estrato del inmueble, más difícil será la consecución de un nuevo inquilino y que no se justifica desgastar el aparato judicial por estas causales, en donde primarán los egos antes que la objetividad. Es preferible tener un contrato que no deje mayores utilidades, pero que permita el pago de costos básicos de sostenimiento como impuestos, servicios públicos y mantenimiento, que un inmueble vacío, que solo genera costos y riesgos variados. No es fácil lograr consensos entre las partes cuando cada una tiene necesidades fuertes y apremiantes, razón por la que los acuerdos requieren una alta dosis de compromiso de cada parte, sumado a una compasión recíproca, confiar en la contraparte es imprescindible. Ante periodos de crisis como los actuales, la mejor ganancia es perder lo menos posible, lo que justifica insistir en la salvación del contrato, aplicando las lecciones de solidaridad, disciplina y buena fe. De honrar los compromisos depende no solo la prolongación del contrato, también la mutua estabilidad de las partes y la lenta pero masiva recuperación económica.



Juan David Salamanca
30/04/2020